Líos con la gastronomía han tenido las diversas religiones que se arrogan la facultad de fijar los límites entre la santidad y la perversidad, aunque quepa decir también que el catolicismo se conduce en ese campo con manga tan ancha que hoy se gastan un dineral en comer lo que la Iglesia prescribe para los días de ayuno. El puritanismo calvinista, en cambio, llevó las cosas hasta los extremos de la más refinada sevicia, y su prédica resultó tan eficaz que un caballo y un puritano (independientemente de sus profundas diferencias racionales) llegaron a tener en común su despreciable incapacidad para la gula.
Estrictas y profundas son las implicaciones entre religión y gastronomía, pues si bien nadie ha tenido la ocurrencia de levantar un tempo sobre una mesa, se da el caso de mesas tan suculentas que más que templos parecen basílicas o catedrales. Pero como no entra en mis cálculos hacer proselitismo religioso, me concretaré a señalar que mientras los pueblos católicos comen bien los protestantes lo hacen deplorablemente, y peor cuando más activa sea su tradición puritana. Que en muchos lugares de Estados Unidos e Inglaterra no se sirva copas en día domingo es rescoldo de la tradición religiosa que considera malo beber vino, sin que les quite el sueño confirmar que Jesús no bebió agua sino vino en la Última Cena¹. Inmersos en los principios religiosos que los virtuosos peregrinos trajeron a bordo del Mayflower, los Estados Unidos comen y beben mal a pesar de ser dueños de todo el dinero del mundo, en tanto que los católicos comen y beben bien, aunque para este fin tengan que alquilar su territorio para que los americanos defiendan la democracia contra el comunismo ateo y materialista.
Los pueblos al sur del río Grande comen bien (cuando pueden hacerlo) gracias a que la religión no levantó ante sus sentidos una serie de tabús y así también los españoles, franceses e italianos comparados con ingleses, suecos y noruegos. Es verdad que Alemania y los países escandinavos ingieren alcohol en grandes cantidades, mas cabe señalar que en tales países la religión dominante no es el puritanismo sino el luteranismo, secta que por instrucciones de don Martín Lutero dejó la puerta abierta a ciertos goces: “Wer nicht liebt Wein, Weib und Gesang, der iste in Narr sein Lebens lang”, escribió, o sea que quien no ama el vino, las mujeres y el canto será un imbécil para toda su vida. De esa base tan civilizada partió el protestantismo, mas por desgracia nuevos reformadores surgieron una vez rota la unidad cristiana, y al humanísimo Lutero siguieron monstruos como Calvino y Zwinglio , enemigos ensañados en todo placer posible. Con ellos nació el puritanismo, una religión que no deja comer ni beber con dignidad humana, como tampoco permite hacer el amor como Dios manda. Me parece lógico que los huesos de Calvino y Zwinglio crepiten hoy en el fuego eterno, y no tanto por ahorcar y quemar a tanto mártir del placer cuanto porque, sin proponérselo, fueron los precursores de ciertos brebajes, gaseosos y embotellados, que vician las papilas y menoscaban las metas alcanzadas por el hombre desde que abandonó sus hábitos de chimpancé apenas futurible. Un tipo de ese estilo fue Cotton Mather, teólogo y pastor bostoniano que se tomo la molestia de aprender el castellano para escribir, en 1699, una Institución destinada a que los españoles de América se convirtieran “de las tinieblas a la luz, y de la potestad de Satán a Dios”. De Mather se dice que reclamó la horca para un cristiano que tuvo la osadía de besar a su propia mujer en día domingo, especie que, de confirmarse, nos llevaría a concluir que el feroz pastor se hallaba bajo los efectos de alguna bebida de cola bien fría.
Es un hecho que la religión incide en la mesa y el vino, como lo es también que afecta la actitud del hombre frente al arte en general. Que el Renacimiento se produjera en Italia y no en Noruega dista de ser una casualidad, y así también que Goya naciera en España y no en Suiza, pues no sería concebible que la Maja Desnuda se hubiese pintado en Zúrich, a pocos pasos de la parroquia en que predicó Calvino. Católico fue en cambio quien por primera vez en la era cristiana dejó a un lado los escrúpulos para esculpir o pintar desnudo el cuerpo de la mujer, arte tan impúdico para puritanos como el de comer y beber. Un suizo de Berna, digamos, come sin que en esa función intervenga para nada el paladar, y en cuanto a los ingleses, relata Julio Camba que cierto día comía en Londres como lo que era (como un español) cuando su casera le reprendió: “¡Pero míster Camba, come usted en una forma verdaderamente impúdica!” Lo impúdico consistía en que Camba comía por gula (hasta donde la gula y una comida inglesa puedan llevarse), y ponía los ojos en blanco cada vez que daba un sorbo del vino francés que había comprado en la tienda de la esquina. Ningún puritano entendería el profundo aforismo de Brillat-Savarin: “Invitar a alguien a comer equivale a encargarnos de su felicidad durante el tiempo que permanezca bajo nuestro techo.” Los puritanos, cuando nos quieren hacer felices, nos llevan al templo para que el pastor nos endilgue un sermón.
El asco religioso hacia el arte de comer y beber ha conducido a varias aberraciones, una de ellas la llamada nutriología. Que en los Estados Unidos expliquen cuántas y qué clase de vitaminas contiene lo que ingiere delínea esa actitud recelosa, con pretensiones científicas, que pretende hacernos comer lo que sirve al organismo y no lo que nos eleva a Dios por el placer de los sentidos. De acuerdo con tal criterio pervertidor es natural que lo más semejante a un comedero norteamericano no sea un cocinero sino un médico. Días Plaja, siempre agudo, escribió que los seres más admirados por un buen yanqui son su perro, su médico y Jorge Washington, de donde el libro más interesante para ellos habrá de ser el que verse sobre el perro del médico de Jorge Washington.
La nutriología es repugnante por supuesto, como todas las ciencias que acechan la ocasión para entrar a saco en lo poco espiritual y humano que nos queda, más peor todavía que esa ciencia es la siniestra costumbre del quick lunch y del fast drink, espada de fuego que los puritanos blanden actualmente sobre los pueblos católicos, venganza sin justificación por cierto ya que, a partir del día en que la Armada Invencible de don Felipe II se hizo cisco contra los arrecifes ingleses, las ganan de todas todas y no hemos vuelto a levantar cabeza. Tal vez no sea pues venganza sino envidia, pues del mismo modo que el capitán despechado gritó “¡Sálvese el que pueda!” para que sus rivales fueran pasto de tiburones, así también los puritanos inventaron el quick lunch y el fast drink al caer en cuenta de que no contaban con paladares católicos para gozar manjares y vinos. La envidia es sin duda un pecado despreciable, arma de muchos filos en mano de los poderosos.
Con el quick lunch y el fast drink los puritanos mataron por lo menos dos pájaros de un tiro, pues respetaron su tradición religiosa y dieron la lata a los “papistas”. Parece natural que si durante siglos se les dijo que gozar con manjares y vino era pecado, ahora coman y beban vertiginosamente para que no se entere Dios Nuestro Señor. En cambio esos españoles que pasan horas frente a una o varias copas de chichón no dejan lugar al descuido divino, y estarán condenados sin remedio. Más ya es tiempo de decir que el quick lunch y el fast drink sirven a los fines de una hipocresía positivamente nauseabunda, el fast drink sobre todo, pues si en algún caso puede justificarse la prisa en el comer no tiene sentido en cambio beber un vaso de vino, un licor, un Martell Cordon d’Argent o un Carlos I como si nos fuera a dejar el tren.
Los amagos puritanos sobre la gastronomía no se reducen por supuesto a los mencionados sino, con la misma perversión, al empleo del agua no ya para lavarse las manos sino para ingerirla a la hora de comer. Quien haya concurrido a un restaurante norteamericano (o bajo la influencia yanqui, que los hay en todo el mundo), sabe que lo primero que el camarero lleva a la mesa es un vaso de agua, y con hielo para mayor escarnio. Muchas veces me he preguntado si la costumbre es sólo bárbara, o si esconde una bien calculada maquinación para adormecer las papilas de la víctima a fin de que pueda ingerir sin protesta cualquier bazofia. De ser lo último, los yanquis habrán llevado a los restaurantes la técnica que practican sus hospitales, consistente en provocar enfriamientos agudos y repentinos para insensibilizar la porción de epidermis que va a ser objeto de alguna laceración. Una vez que usted se ha colocado entre pecho y espalda un vaso de agua con hielo en tales comederos, su paladar quedará debidamente tratado para que no distinga entre una hamburguesa con cátchup y unas finas enchiladas o una ternera de Ávila en su propio jugo adornada con endivias. Mas sea infernal maquinación terapéutica, sea pura supervivencia de principios religiosos, el vaso de agua con helo es el gran obstáculo para que yo pueda pasar una temporada en los Estados Unidos, país admirable por tantos conceptos, entre otros porque sus urinarios huelen a ice cream soda de vainilla, y los ice cream de soda de vainilla a urinarios positivamente deliciosos.
Es incuestionable que hasta el reino animal han llegado los conflictos religiosos de los humanos, pues yo puedo certificar que los gatos practican el catolicismo, y que los perros son protestantes todos. Si usted desea comprobar la exactitud de mi descubrimiento observe funciones de sus respectivas vidas. Durante años sospeché esa diferencia al advertir la inclinación de los gatos por la vida muelle y la de los perros por la vida activa, mas confirmé mi sospecha cuando mi mujer compró un sustituto cárnico (el llamado protoleg), que el perro engulló ávidamente en tanto que el gato se redujo a husmearlo, cubriéndolo después con tierra, como suele hacerlo con sus propios desperdicios. Ya en punto de absoluta convicción hice un última prueba: llevé al gato una dosis de caviar beluga Romanof, que primero olfateó como refinado gourmet y comió luego con verdadera unción, mas cuando al siguiente día le serví un poco de Plumfish, ese sustituto del caviar que ahora se vende “artificially colored and flavored”, el felino dio media vuelta y se retiró asqueado. Experiencia tan concluyente me convenció de que gatos y perros profesan no sólo credos religiosos diversos sino excluyentes, todo ello confirmado por el hecho de que los gatos apenas si beben agua, y eso porque nadie les ha ofrecido media botella de vino.
En Castilla se dice con profunda sabiduría: “Si encuentras vino, bebe vino. Pero si encuentras una fuente de agua fresca y cristalina… ¡bebe vino!”² Por esa convicción tan sabia, en países cultos como Italia, Francia y España jamás le recibirán en la mesa con un vaso de agua, y mucho menos con hielo. Allí usan el agua para bañarse (y muy poco), sin dar pie a suponer que un líquido indicado para usos agrícolas y ganaderos pueda ser objeto de consumo humano. Pueblos que (confío) nunca incurrirán en la refinada hipocresía de exhibir un vaso de agua sobre la mesa como certificado de buena conducta, que a eso equivale tal práctica en los restaurantes de los Estados Unidos y en las mesas “oficiales” de los políticos mexicanos, pues aun los de costumbres más depravadas sólo beben en público agua mineral, o cuando más, en los extremos de la orgía, aguas de chía, melón y guanábana
Extraído del libro Nueva Guía de Descarriados (1977) de José Fuentes Mares
²Me gustaría cambiarlo por “Si encuentras cerveza, bebe cerveza. Pero si encuentras una fuente de agua fresca y cristalina… ¡HAZ CERVEZA!”